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El ambiente de hogar creado por mi padre, a pesar de su empeño por disimular la inesperada viudez al que lo había arrojado el suicidio de mi madre, era deprimente. Ni siquiera la ocasional aparición de una "amiga" cosechada en los turbios lugares a los que asistía para mitigar su lóbrega soledad, servía para modificar nada, y era muy raro que el pobre hombre permitiera la entrada de algo capaz de poner un poco de luz en nuestra apagada existencia. No tardé demasiado en descubrir que se sentía culpable y que toda aquella penumbra era una metáfora de su desasosiego interior. Tampoco fue un gran descubrimiento concluir que yo no tenía ninguna responsabilidad y que era injusto que pagara un tan alto precio por los errores de él. Durante algún tiempo me las arreglé para urdir una ficción relativamente consistente: estábamos bien, no necesitábamos a nadie, éramos un buen equipo y saldríamos adelante. Pero cuando cumplí dieciocho y conocí a Virginia, las cosas cambiaron de un modo drástico. Yo tenía una vida, o pretendía tenerla, y mi padre era un obstáculo que, a primera vista, parecía infranqueable. Es obvio que nada arreglaríamos "conversando". El tipo era más duro que una roca y su empeño por mantener un elevado índice de sufrimiento no era la clase de determinación que se pueda torcer con argumentos racionales. No obstante, como mi padre no era supersticioso o fácilmente influenciable, el canal espiritual también estaba clausurado. Solo me quedaba un camino transitable. Irme. Dejarlo solo para que siguiera rumiando su vida. Estaba segura de que cargaba con tantas broncas y frustraciones que su única defensa había sido convertirse en el amargado que era. Si a ese círculo vicioso de oscuridad, remordimiento, tristeza y culpa le sumaba la revelación de mi amor por una chica, el resultado sería catastrófico. Mi progenitor era un fervoroso defensor de la estructura familiar en la que el papel de la mujer es la subordinación al hombre. Y eso incluía la heterosexualidad, por supuesto. Mi madre había intentado desmoronar esa idea con argumentos sólidos como que el mundo era otro, que se trataba de pensamientos machistas, etcétera, etcétera, siempre sin éxito. La subyugación al mundo doméstico le había impedido estudiar, trabajar, reivindicar su autonomía, sus derechos naturales. Y así había terminado, quitándose la vida ante tantas injusticias e incomprensión. Yo quería otra cosa para mí. Amaba a mi padre con esa especie de fidelidad familiar que casi te obliga a tenerle cariño, con esa lealtad inconsciente que te insta a seguir el comportamiento familiar tradicional casi de forma automática. Hasta que conocí a Virginia. Es cierto que había silenciado mi opinión sobre determinados temas y guardado celosamente mi secreto, pero también, que no habían habido preguntas. De cualquier manera, prefería ocultarle mi homosexualidad, o sea, quedarme en el armario. El armario era mi refugio, el dispositivo que regulaba mi vida. Sabía que mis reglas eran contradictorias con mi pensamiento, pero ni siquiera consideraba la posibilidad de enfrentar a mi padre. Sin embargo, una inquietud me arrebataba la disimulada tranquilidad… ¿Qué recuerdos tendrían que aparecer para desarmar ese dulce hogar que él pretendía sostener como si nuestra historia fuera una continuación de La Familia Ingalls? ¿Qué extraños sentimientos debían emerger para convencerme y convencerse de que mamá había vivido en un infierno y que yo no quería tener eso como modelo? ¿Qué oscuras sombras deberían dibujarse en las paredes de esa casa para odiarlo por lo que pasó y por lo que vendría en caso de enterarse de que me iría con Virginia? Cada vez que él aparecía con ese gesto adusto, yo desestimaba mis planes. Un simulacro de accidente doméstico en el que mi padre pereciera por "causas de la fatalidad" y de la famosa estupidez de un instante, no era la mejor opción. La culpa me agobiaría. ¿Qué disparadores de ira para poder odiarlo tendría que manejar? Abrí el segundo cajón de su placar y allí estaba la gargantilla con la que casi había asfixiado a mi madre en una noche de celos desmedidos, al regreso de una fiesta, simplemente porque había mirado a un hombre. La perversión por conservar aquella joya me había enfurecido. Destapé un alhajero de seda y allí estaba la foto de mi abuelo, hecha trizas. Mi padre la había destrozado después de una larga visita de su suegro a nuestra casa. Mi padre solo sabía de reproches, crueldad, humillaciones; su único objetivo en la vida era hacer sufrir a mi madre. Pero que hubiera conservado los objetos que escrituraban su violencia podría ser un buen atajo para enloquecerlo.
Después de unos meses torturándolo le había quitado al viejo su último refugio, su pasado era un lugar hostil, esto lo había roto física y mentalmente, cualquiera en mi lugar se habría conformado con lo que hasta entonces había logrado, pero no, yo quería avanzar y arrollarlo. La memoria de mi madre exigía un poco más y yo tenía una idea bastante clara del colofón que quería para esta historia. Así fue como convencí a Virginia de pasar la noche conmigo en casa, disipé sus temores asegurándole que mi padre tenía el sueño pesado gracias a los medicamentos, cosa que no era cierta. Aquella noche le hice el amor a Virginia asegurándome de producir el ruido suficiente para llamar la atención de mi padre. El viejo no tardó en abrir la puerta que yo había dejado sin seguro, nos halló desnudas en la cama en plena faena. La reacción de Virginia fue taparse con la sábana llena de vergüenza, la mía sin embargo, fue de calma. Quería ver su reacción y así fue, vi el desprecio brillando en sus ojos y dejé que viera ese mismo desprecio en los míos, esta era nuestra última batalla de aquella guerra no declarada y la victoria era mía. El viejo se desplomó con la mano en el pecho, me quedé absorta mirándolo agonizar mientras Virginia llamaba una ambulancia.
Mi padre murió antes de llegar al hospital sin poder decir una palabra, sin poder pedir perdón y con la traición de su hija como último recuerdo.
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