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Arrepiéntete de tus pecados u organiza un baile de disfraces con todos tus demonios. Por supuesto que no es un buen trato, tampoco es un mal truco, es solo otro modo de lidiar con todo el asunto. Mira dentro de ti. Se hace tarde y todo vuelve a girar, ¿lo notas? Es cuestión de momentos: y otra vez la ponzoña en cada sueño dolorido con los ojos despiertos. Tan abiertos hacia adentro que no sabes si algún día volverás.
Ahora te pregunto: ¿sabrás bailar con el diablo sobre tus huesos fríos y temblorosos? Ya has escuchado esto antes, ya lo sabes: a Dios no le importa demasiado como bajes de la cruz con todo el amor malherido y sanguinolento.
No lo pienses, mejor no pierdas el tiempo, mejor no te distraigas ni te arrepientas. Mejor brinda y celebra con el demonio cada una de esas malditas espinas en la frente o entre sus piernas, en cada esquina, una mejor crucifixión. Una que sea tan rosa y negra como una herida en el corazón. Después de todo, el color no importa: son solo dos formas de lidiar con todo el asunto.
¿Acaso no ves cómo gira? Nunca te lo he confesado, pero es cierto: una mañana un sueño irrumpió por mi ventana. Tenía alas y un halo dorado sobre una sonrisa de plata. Era tan perfecto y dulce que lo asesiné de inmediato. Fue un acto atroz, de pura maldad, que quedó impune. Pero ningún sueño debería entrar impetuosamente por la ventana de un hombre a solas con su propio cadáver, como un niño desvariado, esmerándose en extraer de su propia mortaja un resto de luz. Nunca te lo he confesado, pero es cierto: apenas soy un pedazo de gris asentado sobre el suelo duro y frío deshaciéndose despacio como las ramas de un árbol al final de la navidad.
Cruza el mar, déjalos atrás para morir, fue lo que me dijo aquel extraño. No dijo nada más. No entendí una palabra. Recuerdo que en aquel lugar no había ni mar ni nadie a quien dejar atrás. Era apenas un tugurio, un caleidoscopio en el vientre de una araña terca y ciega, un sueño en las mandíbulas de una máquina voraz. Solo había una ventana, la única ventana, y no miraba a ninguna parte. Allá afuera, la nada absoluta, como un viento de cenizas ante la mirada impasible de la Muerte. Que, si alguna vez la has sentido, sabrás que viste el silencio aquejado de un Dios que nunca jamás pudo pronunciar una sola palabra.
¡Cenizas! ¡Un mundo de cenizas! ¡Un purgatorio para una masa de cenizas! Cenizas bajo la carne, en cada resquicio, emponzoñando la sangre. Silencio y muerte. ¿Lo notas? ¿Sientes cómo gira? Otra vez se alzará el espíritu y, otra vez, se consumará la Caída, esa convulsión inmortal de un cadáver desvelado en la penumbra de viejos sueños y canciones. Todos somos, aquí y allá, viejos sueños de canciones olvidadas en una bifurcación; penitentes del silencio, espectros de plata y sangre en la medianoche de la eternidad famélicos de estrellas y orbes sobre los que asentar los pies, y dar reposo a los latidos del corazón.
Nunca te lo he confesado, pero es cierto: yo no soy un hombre. Yo ni siquiera estoy vivo. Tal vez por ello, anoche, Dios, me pidió que asesinara el Cielo por El. Me pidió que cargara las espaldas de los hombres con una cruz de bagatelas que pudieran dejar tiradas en cualquier rincón sin demasiadas penitencias ni argucias. ¡Sonríe sombra! Ya no queda Cielo, ni siquiera una antigualla que lo recuerde. Ahora la eternidad es una cima en el pecho, una estrella en la mente. El tiempo ya no se convulsiona entre la mugre del espacio, de las vísceras y de la sangre.
Nunca te lo he confesado, pero esto lo aprendí sin demasiado esfuerzo, casi sin notarlo: solo nace lo que muere, solo muere lo que no es y ni siquiera está vivo: ¡qué juego tan extraño! ¿No crees? Lo comprendí a medianoche perdido en un campo de trigo que era un mar y una tierra ocre y un lugar, mientras las cuatro paredes a nuestro alrededor no eran ningún lugar en absoluto; nada concreto, nada específico, nada veraz: una ficción eléctrica en un vasto cadalso de cemento. Solo el ritmo de su voz tenía algo que contar y sus palabras iban y venían, sí, pero del revés, del final al principio, ¡qué juego tan extraño! Pero fue entonces cuando lo comprendí. ¿Qué hubieses hecho tú en mi lugar? Yo trencé mi lengua con la suya al compás de una canción ruidosa proveniente de la habitación de al lado, y partí en busca de mis huesos enterrados en algún espacio dentro de ella. Aún no sé si he regresado de allí, pero algún día moriré, eso sí lo sé. Amigo mío, los mejores sueños siempre se oxidan bajo la luz de la razón: no seas ni estés demasiado tiempo.
¿Te suceden cosas extrañas? Ya sabes, de repente, cuando estás en alguna parte sin encontrarle el menor sentido. Sin sentir nada de nada. Sabiendo que estás absolutamente solo en medio de toda esa multitud como una anomalía, una minoría absoluta, un cero ausente de todo el ruido y el frenesí y el vocerío de la máquina. Fue en uno de esos momentos, hace apenas un par de días, cuando vinieron a mí lado tres espíritus. El Espíritu de la Verdad quiso saber qué mentira conté; el Espíritu del Destino quiso saber por qué retorné; el Espíritu de la Vida quiso saber a quien amé. No supe qué contestar, cavilé durante horas. ¿Cómo era posible que hubiese cometido tres veces el mismo error? No mentí, no amé y, desde luego, nunca retorné. Precisamente, si algo he hecho siempre bien, ha sido darle las espaldas, y ahora no sé qué contestar.
Nunca te lo he confesado, pero mis noches son extrañas. No duermo ni sueño, vago por ahí y llego a rincones y tugurios inexistentes y, sin embargo, surgidos de los cimientos de la ciudad como espectros de hielo y sombra y hierro. Lugares que nadie sabría decir exactamente donde se hallan o como llegar a ellos porque, de veras, no existen en absoluto. Y, sin embargo, son y están en esta condenada jaula-ciudad y en otras, más allá, que serán y estarán un día, aún muy lejano, en la fantasía de un dios perezoso que ni duerme ni sueña, un dios que llama a los hombres a vagar sin descanso. Mis noches son una tumba profanada de pesadillas despiertas y tú nunca comprenderías porqué, ¿por qué será? Vuelo por entre los cuerpos de cera de mujeres sagaces que afligen mi escroto y me ensucian por dentro, tan profunda y dolorosamente, que por fin me siento real, ¿por qué será?
Pero, esta vez, sus ojos eran casi tan pálidos y desasosegados como el jazz que parecía provenir de los lamentos de algún ángel arrepentido de nunca haber pecado. ¿Qué podemos hacer?, me preguntó ella como si yo fuera un vidente con respuestas inalcanzables para todos aquellos ciegos y mudos y sordos, casi tan oxidados y excitados como el maldito jazz que, incluso, vibraba en el espejo que nos miraba con envidia porque él nunca tendría la ocasión de confrontarse con su reflejo, con su sombra, con su muerte en los entreactos imperceptibles de la vida. Esos espacios en sereno blanco y negro, entre un latido y el siguiente, que sólo pueden ser capturados en el momento en el que nos miramos a los ojos. A ese otro lado, donde suena el jazz eterno de lo fugaz.
Ella quería su respuesta. Claro, todo el mundo quiere una jodida respuesta, un truco, una llave, una manera de hacerlo girar y que funcione sin romperse más de lo necesario. Porque siempre es necesario quebrarlo de algún modo, sino no tendría sentido hacerlo girar. No tendría sentido perseguir un rostro y, después, desnudarlo con una hoja afilada, arrancarle la piel, mancharse con la sangre que resbala. Mirar dentro y averiguar si se puede romper un poco más, aquí y allí, solo un poco más, hasta que tenga sentido amarlo, pese a lo grotesco que es por dentro. Carne, sangre, huesos, filamentos, arterias: barro de una ciénaga maldecida por un hombre que, como yo, en el fondo, tampoco tiene respuestas y que tampoco busca las soluciones. No hay que buscarle sentido al jazz, de ningún modo. Tampoco hay que revelarle que lo eterno es fugaz. Tan fugaz que puedes arrancarle la piel, mirar dentro y contemplar de frente toda su grotesca inmundicia sin dejar de amarlo un solo instante.
El amor es lento y frágil, mujer, déjame en paz. Y, sin embargo, ella creía que el jazz, realmente, salía de su interior. Creía que estaba llena de música y que, si tocaba algo con sus dedos, haría que sonase y vibrase y que nunca cayese. Pobre estatua de sal.
Nena, todos ellos creen que han visto el final del círculo y sin embargo ni siquiera se han movido del sitio. Lo que han visto ni siquiera fue el principio, pero afirman que han visto el final del círculo y que es agradable saber donde empieza y donde termina y estar dentro como uno más, con todos los demás, a solas con un pequeño compás de juguete que es toda la verdad. ¡Pobres estatuas de sal!
Nunca te lo he confesado, pero yo tengo un pobre. No sé de donde vino, no sé qué pretende realmente, pero yo tengo un pobre. A veces me pide un trago y un cigarrillo y me cuenta como una vez asesinó a un ángel por celos: era demasiado hermoso para que solo Dios le hiciera el amor. No lo soportaba. Así que un día derramó su sangre de plata, y nunca más dejó de amarlo, él solo. Yo tengo un pobre que fue un asesino, un amante, un apostata, se fuma mis cigarrillos y me mira como supiera, exactamente, como asesinarme si Dios me hiciera el amor.
Nunca te lo he confesado, pero es cierto: un monstruo se oculta en mi armario. Cada noche se desliza de puntillas por mis pesadillas en busca de algo que dejó enterrado allí, mucho tiempo atrás; antes del beso, antes del frenesí. Me dice: yo cree la cruz y aquí la oculté, no eres gran cosa sin ella, sólo un pedazo de una herida macilenta entre sus piernas, ¿sabría ella amarte si supiera que todo ese amor, que le das, es robado? No eres un buen monstruo, ni siquiera tienes tu propia cruz, eres solo otra herida más en mi habitación y no pienso dejar que te vayas de aquí.
No, nunca te le he confesado, amigo mío.
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