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Stapleton, último heredero al Palacio, había sido absorbido por los enormes tremedales de la Gran Ciénega de Grimpen. Mientras tanto, en Londres, los detectives Sherlock Holmes y el Dr. Watson departen extenuados sobre la intrincada experiencia del sabueso diabólico de Dartmoor, el perro infernal del primero. Holmes, como en el principio, sentado a su mesa de desayunar; Watson, de pie, frente a la esterilla de la chimenea. De súbito, llaman a la puerta y reciben una carta con procedencia del Palacio Baskerville.
«¡Tened cuidado, Stapleton está vivo!» —Sir Enrique.
Mi querido Watson, —dijo Holmes, percibiendo el sobresalto de su amigo— el mundo es malo y la envidia se solaza de un sueño muy liviano; y siempre existirá por ahí, al cruzar el umbral, uno que otro Stapleton que se proponga liquidar a todo aquel que esté por encima de sus expectativas —espetó despidiendo de su cigarrillo pequeñas volutas de humo.
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