Escribir sobre Cauduro

Gonzalo Vélez

Abril, 2022


Ahora que se publicó Aquí estubo Cauduro y que en San Ildefonso se presenta la exposición Un Cauduro es un Cauduro, el pintor nacido en la Ciudad de México (1950) regresa a la plaza pública luego de una larga ausencia. Artista capaz de suscitar polémicas, el corpus de su obra nos revela a un pintor prolífico y polifacético que basó su quehacer en un talento fuera de serie para el dibujo, y que llevó a un límite extremo sus investigaciones innovadoras de procesos y técnicas de materiales a través de un corpus de obra complejo y a la vez sutil.


            Aunque fuera por una sola obra únicamente, el mural Siete crímenes mayores (2010) en la sede de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el nombre de Cauduro merece estar inscrito en nuestra historia del arte. Pero si en esta impresionante obra pictórica se puede advertir una renovación del muralismo mexicano en su faceta más contestataria, el resto de la producción cauduriana es amplio y por demás interesante, aunque en general se conoce poco, y mucho más se desconoce todo lo que aconteció después de su última exposición pública de relevancia, hace más de 25 años –su obra en vidrio, o de vidrio, por ejemplo, se ha mostrado escasamente y es por demás espectacular.


            Por esto y por otras razones, el trabajo y la vida de Rafael Cauduro se han prestado para que en el medio de la crítica su obra se aborde frecuentemente con prejuicios, aunque mucho de ello se debe, creo, justo a dicho desconocimiento. Esto dificulta también el escribir con serenidad sobre su labor.


            Un artista que muy joven obtiene un éxito comercial superlativo suele despertar de inmediato sospechas de mercantilismo y de insustancialidad: es fácil pensar de antemano que no puede ser compleja ni crítica una obra que se vende tan bien entre gente muy acaudalada. Y como corolario, colegas creen que al escribir al respecto se corre el riesgo de contagiarse de una frivolidad que se ha presupuesto desde antes de conocer la obra.


            Ese fue justo el caso de Cauduro en los años ochentas: tuvo un éxito descomunal desde sus primeras exposiciones, el cual se multiplicó en Nueva York, donde refinó su estética, captó a la crítica posmodernista y ganó mucho dinero; su primera muestra en el Palacio de Bellas Artes, en 1984, fue titulada, pretensiosamente, Retrospectiva; y con menos de 40 años recibió una comisión importante de arte público en la Ciudad de México: el mural de la estación del Metro Insurgentes (que realizó al alimón con Carla Hernández, su primera esposa). Tanto pronto éxito, su obra boyante en el coleccionismo privado, y ese retraimiento burgués que le dificultó establecer un diálogo directo con la sociedad son factores que sin duda contribuyeron a la generación de preconceptos.


            Cuando me propusieron en 2018 escribir un ensayo extenso sobre Rafael Cauduro, acepté sin pensarlo –al contrario de colegas que, me enteré luego, previamente habían declinado el ofrecimiento. Y si hubiera yo sabido entonces las dificultades en varios órdenes que esto me acarrearía, sobre todo en el trato con la editorial, que no fue el más afortunado, además de todo el tiempo que habría de transcurrir hasta la publicación del libro, incluso con todas sus erratas y descuidos editoriales,[1] ahora que lo he pensado con mayor detenimiento, creo que, no obstante, hubiera aceptado de igual modo.


            Acepté escribir sobre Cauduro porque, incluso ahora que la conozco bien, su obra me intriga. En ese momento lo que sabía yo de su vida y de su creación no iba más allá del lugar común, y la propuesta, que agradezco, me representaba una oportunidad única de aprender de cerca: lo más cerca posible. En el proceso tuve el privilegio de conocer en persona, muy disminuido, al artista, de hojear numerosos dibujos y documentos personales de su archivo y de enterarme de su biografía, que termina siendo conmovedora –y que es una historia aparte.


            Y como me interesan los artistas que con originalidad y maestría recorren caminos propios sin fijarse demasiado en modas y tendencias, ni en lo que sus contemporáneos están haciendo, y como en general, por otra parte, rehúyo de los prejuicios, pues me parecen trabas al pensamiento, escribir sobre Cauduro resultó un proceso estimulante, en el cual, en la medida en que avanzaba la investigación, fui encontrando cada vez más enfoques posibles desde dónde abordar el corpus de su obra.


            De entrada, describir la imaginería de Cauduro como hiperrealista es un desatino. Y quien así lo afirme lo hace por facilismo, o no sabe bien de lo que habla o no se ha fijado lo suficiente. Si Cauduro se sirve de un realismo, por cierto genial, para plasmar sus modelos, e incluso las escenografías de sus cuadros, no es difícil advertir que lo que pretende está muy lejos de ser una representación de la realidad. Nada de lo que pinta Cauduro es real. Y no es real, porque al artista no le interesa reproducir la realidad. Su preocupación está más bien en falsearla: se dirige a criticar las convenciones de esa realidad, a un cuestionamiento de los mecanismos y los cánones de nuestra percepción óptica.


            En su mayoría, la pintura de Cauduro es un trampantojo: un engaño al ojo, una mentira visual. A través de estos engaños es donde se permean dichos cuestionamientos, pero también en ellos se fincan reflexiones factibles acerca de la permanencia y del estar en la vida, de la temporalidad y el afán de registrar en dos dimensiones el paso del tiempo.


            A grandes rasgos, permea la obra cierto sentido del humor, en un registro que oscila entre lo ñoño, la broma inteligente y el sarcasmo, lo cual le resta solemnidad a excesivas abstracciones filosóficas y aterriza a un nivel trivial lo que es la estética del deterioro que caracteriza propiamente a Cauduro: una preocupación por la impermanencia, por el proceso de vida que desemboca en la muerte. Vanitas en la era de la semiótica y el consumismo posmodernos.


            Es obvio que los demás coautores del libro[2] y yo no nos contamos entre los "verdaderos conocedores" a los que en un quejoso artículo reciente (Milenio, 14/03/22) el columnista Braulio Peralta pretende revelar "la verdad" sobre Cauduro, luego de que visitó la exposición, cuya curaduría ciertamente podría haber sido más informativa. Sin embargo, escribir de mal humor al parecer le hizo no fijarse bien; ojalá, si es que le interesa documentar lo que escribe, alguien le preste el libro o para el libro –que no es un catálogo, como él creyó, ni tiene que ver con la exposición, como se hubiera dado cuenta si cuando menos se hubiera tomado la molestia de hojearlo en la tienda del museo.


            Todo está bien si termina bien, parafraseando al poeta. Al final del recorrido obtuve una experiencia aleccionadora que enriqueció mi espíritu y me abrió perspectivas, y conocí una historia humana impregnada de patetismo, lo que me ha ayudado a prejuzgar menos y a comunicarme mejor. Espero que una segunda edición con ciertos detalles limados de Aquí estubo Cauduro esté accesible pronto para un público más amplio, de modo que sea posible compartir su contenido y generar una discusión de mayor alcance.


CdMx, marzo de 2022


1. En la p. 72 de Aquí estubo Cauduro (Trilce, 2021), mi escrito refería que eventualmente (hacia 2012) Carla Hernández supo de la enfermedad degenerativa de Cauduro; sin embargo, por una confusión editorial se publicó lo contrario: que Cauduro se preocupó por la salud de ella, lo cual no es cierto.
2. Juan Coronel Rivera, Luis Martín Lozano, Dina Comisarenco y Gerardo Kleinburg.




Todas las imágenes fueron tomadas del sitio del Museo de San Ildefonso (http://sanildefonso.org.mx/expos/cauduro/)

 

Fachada con Audi, entablerado, óleo y tela, 2004.
Vendedora de sopes, óleo sobre tela, 1979.
Fantasía de luz, óleo sobre tela, 1981.
El nido, óleo/ alto relieve de fibra de vidrio, 1988.
La consagración de la primavera, óleo / laca / óxidos / lámina y madera, 1991.
Psique entrando al Palacio de Eros, acrílico sobre tela, 1996.
El retablo del éxtasis, técnicas múltiples, 1994.
Tzompantli de 7 cráneos, vidrio fusionado, 2002.
La historia de la justicia en México, Mural en La Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2009.
Ángel exterminador, entablerado, óleo y tela, 2015.

 


 

SOBRE EL AUTOR

Gonzalo Vélez (Ciudad de México, el 9 de abril de 1964). Poeta y narrador. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Ha sido coordinador de artes visuales, multimedia y literatura en el CNA; traductor literario y crítico de artes plásticas. Ha publicado los poemarios "La hoja verde del jueves" (1995) y "Alas" (2008); con "...perforaciones..." recibió el Premio Joaquín Mortiz para Primera Novela 1998. En 2001 obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Literario Malcolm Lowry. Ha sido becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en Novela y en Traducción Literaria. Es autor de ensayos sobre artistas mexicanos, como en los libros retrospectivos de Francisco Toledo (2016) y Rafael Coronel (2010), entre otros, y ha escrito sobre los más importantes pintores de su generación. Del alemán ha traducido más de una docena de libros, de autores clásicos como Robert Musil, Karl Kraus y Alexander von Humboldt, y actuales como el filósofo Hans Belting. Fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte (2015-2018) con la compilación, selección y traducción de una antología de poetas alemanes contemporáneos, en espera de publicarse.

 

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